26 de enero de 2012

Caza de brujas

*A Gonzalo, como amigo, novio y asesor literario en funciones. Gracias por tus consejos y por ayudarme siempre a mejorar. No cambies nunca. Te quiero.

P.D.: La entrada anterior ha sido borrada por motivos puramente literarios.

Fue una gris mañana de Mayo. Concretamente el 13 de Mayo de 1834. Una fecha curiosa para alguien como yo, si os dais cuenta. El día de la Virgen de Fátima. Pero… ¡ay, que boba! Perdonadme… si es que aún no me he presentado, normal que no comprendáis por qué es curiosa la fecha. Pero es igual, acabo de decidir que no diré quién soy, eso lo iréis descubriendo vosotros, sólo diré mi nombre, que me parece una falta de respeto hablaros sin que siquiera sepáis mi nombre. Me llamo María Magdalena. Ya, ya sé que con eso no os doy ningún detalle para saber mucho más de mí… pero no quiero que me prejuzguéis, no quiero crearos ideas preconcebidas. Prefiero que me descubráis poco a poco, según voy contando mi historia. No soy quien dicen que soy, pero quizás tampoco sea quién creo ser.
Pero bueno, creo que ya os he aburrido bastante. Ya va siendo hora de comenzar a contar mi historia.
Todo empezó el 6 de Junio de 1806. Yo era la pequeña de siete hermanos. En el pueblo se decía que yo era hija bastarda, porque mi padre era un hombre que se hacía respetar (dejando a un lado los métodos que utilizaba) y dijo que cuando yo nací, llevaba años sin hacer uso del matrimonio con mi madre. Pero ella siempre aseguró que no había conocido más varón que a él. Y yo siempre la creí. Fue este día, el que digo que todo empezó, cuando yo tenía apenas seis años de vida, cuando mi madre fue acusada de adúltera por la “Santa” Inquisición y fue ejecutada.
Mi padre se hizo cargo de mis seis hermanos a partir de ese momento, pero de mí no. Dijo que no tenía por qué hacerse cargo de mí, que yo no era su hija. Y me abandonó a mi suerte, sin más consuelo que un mendrugo de pan que no me duraría demasiado tiempo. No tenía tíos, ni primos, ni abuelos… No tenía familia. No tenía a nadie.
Pasada una semana ya ni siquiera pensaba en mi madre. Sólo pensaba en encontrar un sitio caliente donde dormir y algo de comida. Fue entonces cuando se me ocurrió. Me acordé de Pandora. Esta mujer fue la única amiga que tuvo mi madre, pero se dejaron de ver cuando yo tenía tres o cuatro años. Aun así, me acordaba de dónde vivía y no dudé en ir hasta allí, pero la casa estaba abandonada y, según decían los vecinos, embrujada. De la poca gente que pasó por allí en todo el rato que estuve esperando, nadie sabía dónde había ido a parar Pandora. De hecho, nadie sabía quién era Pandora. Pero algún alma caritativa que pasó por allí me dio algo de pan para comer, y pasé la noche en la puerta de la casa de Pandora. Tenía el presentimiento de que en esa casa seguía viviendo alguien y, como cabía esperar, ya que mis presentimientos nunca fallan, alguien salió de la casa esa noche. Yo, con mi inocencia de una niña de seis años, acompañada de una madurez extraordinaria para mi edad, me acerqué al hombre que salió, que se parecía muy sospechosamente a mí y al menor de mis hermanos, y le pregunté por Pandora. El hombre, que al parecer también advirtió el parecido, no pudo evitar dejar salir una pequeña y efímera sonrisa y me hizo pasar a la casa. Me dijo que esperase un momento, que enseguida avisaba a Pandora, que era mejor que hablase con ella.
Me quedé esperando en una sala enorme. Una sala muy extraña. Nunca había visto nada así. Había una chimenea con un caldero al fuego, que estaba cociendo un líquido rosado. Encima de la chimenea había una serie de frasquitos ordenados por colores, y con unas etiquetas donde ponía unos nombres entre los que reconocí algunos, de haberlos leído en libros de mi madre, como miel de cola de lagarto o salsa de pelos de gato negro. Alrededor de toda la sala, había varias vitrinas numeradas, con frascos ordenados de similar manera, aunque algunos sin etiquetar. También había una especie de asientos hechos con paja, que eran muy cómodos, comparados con las tablas duras que había en mi casa. Además, había una serie de objetos un tanto estrafalarios que no habría sabido como describir en esos momentos.
Después de largo rato esperando, por fin llegó Pandora. Lo primero que me dijo es que ya se había enterado de la trágica muerte de mi madre. Después me estuvo explicando por qué tanto misterio, por qué la gente pensaba que la casa estaba deshabitada, y por qué era su hermano quién, con sumo cuidado y siempre de noche, salía a por todo lo que pudieran necesitar: Pandora estaba perseguida por la Inquisición, como le pasó a mi madre, con la diferencia de que a Pandora la acusaban de bruja. A pesar de que habían registrado la casa varias veces, no la habían encontrado por una sencilla razón, el suelo era, en realidad, un falso suelo. Debajo había otra casa, que era donde realmente vivía.
También me contó que era cierto, que era una bruja, pero que no era cierto que las brujas fueran feas (ella era realmente guapa), que tuvieran una verruga en la nariz, ni que volaran con escoba. Me explicó que el único don que tenía (si se le podía llamar así), era que tenía fuertes presentimientos, como su hermano (y como yo).
Luego le pregunté por todos esos frascos, y me dijo que una vez hechos los registros, cuando ya los inquisidores estaban completamente seguros de que allí no vivía nadie, arriba hacía sus potingues, porque necesitaba la chimenea. Los inquisidores no habían vuelto a registrar la casa, a pesar de que se veía el humo, a veces blanco, a veces negro, porque se habían asustado, ya que no creían que pudiese vivir alguien allí. Los potingues que hacía tenían propiedades curativas y frenaban el envejecimiento, entre otras muchas cosas.
También pregunté acerca de mi parecido y el de mi hermano con el hombre con el que había estado antes, y me contestó que ese hombre, aparte de su hermano, era mi padre, y también el padre de mi hermano. Al parecer, el hombre que hasta hacía aproximadamente una semana había ejercido la labor de padre (o eso había creído yo), pegaba a mi madre, y la única forma que tenía de librarse de él era teniendo un hijo de otro hombre, para lo que llevaron a cabo una técnica conocida en la familia de Pandora desde hacía varios años. Se trataba de introducir el semen de un hombre en una mujer mediante un extraño artilugio, para que ésta pudiera quedar preñada sin necesidad de acostarse con nadie. Por tanto, como yo presentía, mi madre había dicho la verdad en todo momento, no había sido adúltera. Tuvieron que llevar a cabo esta práctica dos veces, ya que la primera vez, de la que nació mi hermano, mi madre fue violada por mi  padre al llegar a casa. Fue unos años después cuando lo hicieron por segunda vez. Yo nací fruto de ese segundo intento. Pero mi padre, en vez de irse de casa y dejarla en paz, como ellas habían pensado, la denunció a la Inquisición. Y, como era de esperar, mi madre no pudo demostrar su inocencia. Pandora y ella tuvieron que dejar de verse, ya que Pandora ya estaba en la lista negra, y no querían ser relacionadas. Por tanto, ese hombre, Caín, era mi padre, y Pandora era mi tía.
Después de todo esto, me dieron algo de comer y me llevaron a una habitación que, a partir de ese momento, sería mi habitación.
Al día siguiente, me contaron que a su madre le encantaba todo lo que tenía que ver con la brujería, y que había sido ella quien les había enseñado casi todo lo que sabían, y que fue ella quién les puso esos nombres, Pandora y Caín, que representaban el mal en distintas religiones, no porque fueran a ser malos, sino porque la sociedad les tacharía como tal, y era una forma de burlarse del resto. Aprovecharon también para contarme el motivo de mi nombre, María Magdalena, que, indudablemente, tiene mucho que ver con la otra María Magdalena; supongo que conocerán la historia.
Después de largas y abundantes conversaciones, acordamos que me quedaría a vivir con ellos, aunque ya los tres llevábamos tiempo dándolo por hecho. Estuve allí muchos años, hasta 1834, tiempo en el que me enseñaron todo lo que sabían, y descubrimos otras cosas nuevas. Caín murió en 1832, por culpa de una extraña enfermedad para la que ni Pandora ni yo pudimos encontrar remedio.
A partir de entonces, comenzaron los problemas para Pandora y para mí. No sabíamos ni dónde ni cómo conseguía él comida e ingredientes para los mejunjes de noche, así que una de las dos tenía que salir, con cuidado supremo, de día. Pero Pandora no podía salir, así que me tocó a mí. Por aquel entonces yo tenía 33 años, aproximadamente la misma edad que tenía Pandora cuando la empezaron a perseguir, y ninguna de las dos nos dimos cuenta de que me parezco bastante a ella. Por culpa de nuestro parecido, un viejo inquisidor me siguió hasta casa y lograron encontrar a Pandora.
El 13 de Mayo de 1834, cortaron la cabeza a Pandora, y yo tuve que salir del país como pude para no correr la misma suerte.
He tenido dos madres, y las dos han sido asesinadas. He tenido un padre que me abandonó, y otro que murió. A pesar de todo, no he tenido tan mala vida, y no me arrepiento de nada, ya que arrepentirse sólo sirve para perder el tiempo.
Ahora, 6 días, 6 meses y 6 años después, estoy en Francia, donde la brujería no está mucho mejor vista que en España, pero sin levantar ningún tipo de sospecha, tumbada en una cama, con síntomas muy similares a los de mi padre unos días antes de morir, esperando mi hora, para volver a reunirme con mi madre, con mi padre y con Pandora.
Supongo que ahora comprenderéis esas coincidencias de las que hablaba al principio: mi nombre y la fecha en la que ejecutaron a Pandora, aunque no son las únicas coincidencias espirituales, también está en los nombres de Pandora y Caín, en la fecha en que ejecutaron a mi madre, 6-06-1806 (666), y en la fecha de hoy, 6 días, 6 meses y 6 años después de la muerte de Pandora, de nuevo el número satánico.

19 de Febrero de 2009.

16 de enero de 2012

Aquella noche

Aquella noche me besaste tú primero. Solías dejar que te besara yo cuando te acompañaba a casa por las noches, a modo de despedida. Yo siempre intentaba algo más, pero tú te hacías la tonta. Te dabas cuenta, lo sé, pero te encantaba sentirte tan deseada.
Fuimos a la inauguración de una exposición y tú te pusiste el vestido negro. Sabías que me pondrías cachondo sólo con verte, con ese atrevido escote sin sostén. Yo estaba sediento de ti, hambriento de tu cuerpo. Se te marcaron los pezones al salir de casa, hacía algo de frío. Te presté mi chaqueta.
Pasaste toda la noche contoneándote y hablando con todos los hombres que te cruzabas; pretendías ponerme celoso y cegarme de deseo. Acabé por quedarme quieto en una esquina, bebiendo champán y comiendo canapés mientras te observaba reír con otros y mirarme sugerente de vez en cuando.
Creía que esa noche sería como todas. Al final te acompañaría hasta la puerta de tu casa, te besaría y, con suerte, te rozaría uno de tus perfectos pechos. Después volvería al coche y tendría que masturbarme para poder conducir hasta mi casa antes de que me reventara la polla.
Vivías sola, pero jamás me invitaste a entrar. Cuando iba a buscarte, si no estabas aún arreglada, me hacías esperar en la entrada. Yo intentaba buscar rendijas por donde observarte y, las pocas veces que lo conseguí, lo hiciste adrede. Cómo te divertía aquella situación, yo detrás de ti, como un tigre en celo. Me tenías totalmente dominado, y yo sin darme cuenta.
Pero aquella noche fue distinta a las demás. Aquella noche te convertiste en mi tigresa, me besaste cuando aún estábamos en el coche y me tocabas la pierna suavemente mientras conducía. Ya en la puerta, me dejaste pasar.
“Espera mientras me pongo un poco más cómoda”, dijiste, a la vez que me indicabas con un gesto que sirviese un par de copas de coñac. Ahí mismo, delante de mí, soltaste el broche del vestido, que se deslizó por tu cuerpo dejando al descubierto tus perfectos pechos. Lo único que te quedó puesto fueron las sandalias y ese culotte tan sexy, casi transparente.
Tan rápido como desapareció tu ropa, desapareciste tú tras la esquina. No tardaste en volver, apenas un par de tragos de mi copa, con una bata de seda que no tapaba demasiado. Me dieron tentaciones de irme desnudando en lo que venías, pero me controlé. Preferí que fueses tú quien me arrancase la ropa, a mordiscos si era necesario.
No te anduviste con tonterías, te sentaste a mi lado en el sofá, me quitaste la copa de la mano y empezaste a aflojarme la corbata mientras pasabas una pierna por encima de la mía. Yo te besé y te sentaste a horcajadas sobre mí, notando toda mi exuberancia entre tus piernas.
Me despojaste de mi ropa mientras besabas todo mi cuerpo y me acariciabas la espalda o el torso, haciéndome cosquillas con las uñas largas, pintadas de rojo, como tus labios. Yo cerraba los ojos y dejaba escapar algún pequeño gemido, jamás había sentido tanto placer y lo mejor aún estaba por llegar.
Llegado el momento, me empapé de tu sudor, recorrí cada milímetro de tu cuerpo con mi lengua, te hice retorcerte en la fina línea que separa el placer del dolor, te penetré con tanta fuerza que llegaste al cielo incontables veces.
Yo me enamoré de ti y quise tenerte en mi cama para siempre. Tú me despediste con un beso y “buenas noches”, dejándome abandonado como a un perro a la puerta de tu casa y no volviste a llamarme.
Yo, por orgullo, tampoco te llamé. Pero a día de hoy, ninguna mujer me ha dado tanto placer como tú. Sigo viéndote en cada exposición, en cada vestido negro y en los labios de cada mujer. Hoy vuelvo al lugar donde me quitaste la capacidad de sentir y de amar para volver a beber de tu cuerpo, para volver a ser feliz, aunque sólo sea, por una noche.

16 de Enero de 2012.

11 de enero de 2012

Vieja chocha

*Secuela divertida de "Una, dos y tres".

Lo he visto en el periódico. Se les encontró de la mano, estampados en el suelo y, según dicen, con una sonrisa en la cara. He ido esta mañana a ver si veía algo, pero nada, ni una gota de sangre.
Tenían una tienda de música en San Millán. Entraba mucha gente, gentuza, más bien, pero nadie compraba nada. Mi nieta dice que salía olor a marihuana cada vez que abrían la puerta de la trastienda.
No creo que fueran mala gente, pero eligieron un mal camino para la vida. Mira, mira cómo han acabado. Primero les hicieron cerrar la tienda, y no se les volvió a ver por la calle si no era en los ultramarinos que tenían al lado de casa, ése que llevan los búlgaros de ahí abajo; y luego, esto. Virgen santísima, por el acueducto los dos juntos… ¡cómo se les ocurre!
Las malas lenguas dicen que tenían muchas deudas que no podían pagar, pero la gente no se tira del acueducto por eso, hay mucha gente con deudas en el mundo. No, yo creo que no fue por eso. Yo creo que estaban colocados y veían colorines, por eso les pareció divertido.
Luego mi hija y mi nieta me dicen que soy una vieja chocha… ¡ahí es nada! Pues, ¿no ven que voy más adelantada que la policía científica? Estos jóvenes de hoy en día… que se creen que lo saben todo, oyes… ¡Ay, si hubiesen vivido en mis tiempos! ¡Otro gallo les cantaría! Con todas esas facilidades que tienen… ¡Hasta unas escaleras que suben solas! Qué bien le habrían venido a mi madre, que en paz descanse…
¡Y me llaman vieja chocha! Que se creen que no lo oigo, pero… ¿esto ya lo he dicho? Sí, creo que sí. Pero da igual, vieja chocha… Si supieran lo que sé yo… ¡Pues no les pienso contar lo de los de la tienda de música! ¡Allá jaleos, y que se apañen! Ya vendrán, ya, ya vendrán a preguntarme si me he enterado de algo… Pero yo, chitón, como si no fuera conmigo la cosa, no les voy a dar el gusto.
Que me muera y les deje la herencia, eso es lo que quieren… Me gustaría poder ver su cara cuando el notario les diga que he dejado toda mi herencia al vecino de enfrente… Es tan guapo ese jovencito…
Dicen que se conocieron en un concierto en el Madrí, los de la tienda, un concierto de “airón maider” o algo así, que yo qué sé qué será eso… ¡Eso no es música! Eso es ruido del diablo… Si no cantan… ¡berrean! Que me lo puso un día mi nieta y… ¡Virgen santísima! Si no hay quien les entienda, parece que hablen en inglés, lo menos…
Sí, tenían que estar colocados y ver colorines, sino la gente no se tira… ¡y menos de la mano! Virgen santísima de mi alma y de mi corazón… ¡Esto en mis tiempos no pasaba!
Y ya, ya me voy a dormir, que el Manolo me dice que apague la luz… Este marido mío… ¡que no aguanta ni una, oyes!

1 de Marzo de 2010.

8 de enero de 2012

Una, dos y tres

Ángel y Marina eran dos completos desconocidos condenados a compartir el resto de sus vidas, aunque, sin saberlo, ya habían compartido muchos momentos.
Compartieron sala de Urgencias cuando Ángel se rompió el tobillo derecho jugando al fútbol en posición de delantero centro y Marina se rompió el dedo meñique de la mano izquierda jugando al fútbol de portera.
Varias veces compartieron supermercado, ¡incluso pasillo!, haciendo la compra en el Mercadona.
En la biblioteca, cogieron los dos el libro Suite francesa, de Irène Némirovsky, el mismo día, y lo devolvieron a la vez, pensando ambos que era una de las mejores historias que habían leído jamás.
Los dos escuchaban los mismos grupos heavy y tocaban sus canciones con sus idénticas guitaras eléctricas.
Ambos compartían el mismo multitudinario concierto de Iron Maiden en la Plaza de las Ventas el día que se conocieron. 
Ángel había ido al concierto con dos amigos, Fran y Dani. Estaban por atrás, les gustaba disfrutar de la música en directo sin tener que aguantar al mogollón. Ángel iba a por unas birras para los tres cuando vio a una chica que lloraba mientras sonaba una de sus canciones favoritas, “Can I play with madness”. La chica era preciosa, Ángel lo sabía a pesar de que sólo podía ver su pelo largo y negro, con reflejos morados, que le caía por la espalda y las rodillas. Estaba sentada en posición fetal escondiendo su cara, intentando pasar desapercibida. Pero Ángel la había visto y no iba a irse de ese concierto sin intentar saber qué le pasaba a esa pequeña mujercita, sin intentar averiguar qué era lo que le hacía llorar de esa manera. Así que fue directo hacia ella, dispuesto a preguntar, pero, cuando apenas le quedaban un par de pasos para llegar a ella, un grupo de chavales se le cruzó y la chica desapareció. 
Pilló las birras y volvió con sus amigos a fumar maría y escuchar buena música.
-Tío, ¿por qué has tardado tanto? –le preguntó Fran, que ya estaba sediento.
-Había mazo de gente en la barra, y he estado echando un meo –contestó, intentando olvidarse de lo que acababa de ver.
Mirara donde mirase, le parecía ver a esa chica, pero cuando se fijaba un poco mejor, descubría que no era ella; el resto de las chicas sólo eran una burda imitación de su encanto, digna de ser vendida en las mantas del Retiro.
Sus amigos hablaban entre ellos mientras él seguía buscándola con la mirada:
-Joder éste… ¡Qué mal le está sentando la hierba hoy…!
-Sí macho. Después de lo que le costó convencernos de que le acompañáramos, mañana, entre la birra y la maría, no se va a acordar del puto concierto…
-¡Qué cabrón…! Calla, que van a tocar “The number of the beast”, ¡ya era hora, coño!
Cuando el concierto terminó, los tres amigos salieron del recinto. Ángel se empeñó en volver a casa en metro, y no dejó que Fran le llevase en coche; así que se despidieron hasta el día siguiente y Ángel caminó hasta la parada de metro que, en realidad, estaba a dos pasos.
Fue allí donde volvió a ver a Marina:
-Hola –dijo, recibiendo como respuesta una mirada huidiza-. Te he visto en el concierto. ¿Por qué…?
-Si vas a preguntar por qué lloraba, será mejor que lo olvides –interrumpió ella.
-Está bien. Soy Ángel, encantado –dijo, tendiendo la mano.
-Marina –contestó, haciendo caso omiso al gesto de Ángel-. ¿Quieres que te lleve a casa? Tengo el coche fuera –ofreció medio ausente.
-Y, ¿por qué estás esperando al metro? –preguntó extrañado.
-No me apetecía conducir sola.
-¿Te viene bien llevarme a Carabanchel?
-Perfecto, yo vivo en Torrejón de Ardoz –su cara ya empezaba a tomar un tono más alegre.
-¡Pero si está a tomar por culo!
-Por eso me viene bien –dijo divertida-. Vivo en Torrejón, sí, pero nunca estoy allí. Y no hagas más preguntas, sólo sube al coche –masculló, haciéndole entender que se estaba poniendo pesado.
Fueron todo el camino sin dirigirse la palabra. En el coche sonaba “Welcome to de Jungle”, de Guns and Roses, y ambos cantaban entusiasmados. Cuando llegaron a casa de Ángel, le invitó a subir. Sus padres no estaban, explicó, y a ella le quedaba mucho camino para llegar a casa, y ya era muy tarde. Accedió sin dilación y pasaron toda la noche hablando, viendo películas, escuchando música y tocando la guitarra, hasta que un vecino les llamó la atención y se fueron a la cama, donde se terminaron de conocer. Descubrieron a qué olía su sudor, a qué sabían sus labios, de qué color eran sus entrañas. Descubrieron que se amaban en sueños desde siempre.
Desde entonces, Ángel y Marina, dos completos desconocidos, compartieron el resto de sus vidas. 
No fue mucho tiempo después cuando se mudaron a Segovia, una pequeña ciudad que Ángel desconocía y que Marina admiraba.
Allí pusieron una pequeña tienda de música que les daba la vida, aunque no vendían prácticamente nada.
Llegó un día en que los préstamos y las deudas se hicieron impagables. La tienda era improductiva y tuvieron que cerrarla; la tristeza llegó a sus días. Ya no tenían un motivo por el que levantarse cada mañana. A su lado, en la cama, tenían todo lo que necesitaban, se tenían el uno al otro. Sólo salían de casa a comprar cerveza, patatas fritas y condones, y a pillar hierba, que bebían, comían y fumaban tumbados en la cama, mientras unas veces follaban y, otras, hacían el amor. 
El deterioro fue rápido. Estaban justo en la línea entre la vida y la muerte, y decidieron que, fueran al lado que fueran, lo harían juntos.
El paro se les acabó, y empezaron a buscar un trabajo que nunca llegaba. Su cuerpo les pedía droga, y no se la podían dar. Discutían, se echaban la culpa el uno al otro y, al darse cuenta de que ninguno de los dos la tenía, se pedían perdón y se reconciliaban con un buen polvo.
En una de estas reconciliaciones, Marina se quedó embarazada. La noche que se enteró, cogió a Ángel de la mano, y nunca más volvió a soltarle. Ambos caminaron hasta la Avenida Padre Claret, subieron al Acueducto por su parte más baja, y fueron por arriba hasta la Plaza del Azoguejo, la parte más alta, donde, de un salto, quedaron inmortalizados para siempre. Un beso y un te quiero. Los dos saltaron, los tres murieron. “Una, dos y tres”, ésas fueron sus últimas palabras.

*Relato ganador del IV Concurso de Cuentos del I.E.S. Ezequiel González (para un premio que tengo, tendré que decirlo :P)

28 de Febrero de 2010.

5 de enero de 2012

La maldición del beso

-Siéntate y explícamelo todo –dijo Eva mientras servía dos generosas copas de vino.
-¡No hay nada que explicar! ¡¿Es que acaso no se ve?!
Daniel estaba muy alterado, pero empezó a relajarse en cuanto el delicioso vino tinto de su copa rozó sus labios. Poco a poco fue adquiriendo la paz espiritual suficiente para contarle a Eva lo que sucedía.
-Estaba en mi casa tranquilamente, viendo la tele, cuando me empecé a sentir mareado. Me dolía mucho la cabeza; pensé que quizás habría bebido más de la cuenta y me fui a la cama. Después recordé que apenas había bebido dos copas de vino, un Rioja del 94, durante la comida, pero en seguida me quedé dormido.
Hizo una parada para dar un trago de su copa. Eva no comprendía nada y estaba ansiosa por saber por qué su hermano tenía la cara magullada y ensangrentada.
-¿Y luego?
-Luego… viene lo extraño.
-¿Lo extraño, dices? Yo sólo quiero saber quién y por qué te ha dado esa paliza…
-Es que yo tampoco lo sé, pero quizás si me dejas continuar…
-Claro, perdona.
-Pues, como iba diciendo, luego vine lo extraño. Todo sucedió como si se tratara de un sueño, pero eso es imposible. Iba paseando tranquilamente por el parque cuando, de repente, escuché algo entre los matorrales. Parecían los gemidos de una mujer y, conforme me acercaba, escuchaba más claramente “Ayúdame, por favor, ayúdame”, casi en un suspiro. Me asomé a ver qué pasaba y había una mujer enredada en los matorrales. Era una mujer joven, con la tez pálida y el cabello negro. Llevaba un largo vestido blanco y los pies descalzos. Tenía algún arañazo debido a las ramas de los matorrales. “¿Quién te ha hecho esto?” le pregunté. “Ellos”, dijo, “han sido ellos”. Seguí preguntándole que quiénes eran ellos y no me decía nada. La cogí en brazos y me la llevé a casa para lavarla los rasguños. Le ofrecí agua cuando llegamos y no quiso. Quizás debí ofrecerle vino. Me dijo que no debería haberla ayudado, que ellos vendrían a por mí. Yo no entendía lo que decía y, poco a poco, me fui acercando a sus labios y la besé. Cuando abrí los ojos, no había nadie en la silla que tenía enfrente. En el lugar que antes ocupaba esa mujer, ahora había un montón de cenizas.
-Pero eso es imposible –interrumpió Eva.
-Ya te dije que parecía un sueño. Cuando estaba meditando sobre lo que había podido pasar, sobre cómo había desaparecido la joven, alguien me agarró por detrás. No pude verle porque me echó un gas lacrimógeno en los ojos, pero escuché su voz, era un hombre. Me decía que no tenía que haberla besado, que ahora tendría que morir, y empezó a darme una paliza. Mientras me pegaba, se me iba pasando el efecto del gas lacrimógeno y, cuando estaba a punto de ver la cara de mi agresor, se esfumó. Desapareció como había sucedido con la chica. Me encontré, por tanto, acurrucado en la cama, llorando. Muy asustado vi que estaba ensangrentado en el espejo que tengo sobre la cómoda… no puede haber sido un sueño. No sé qué es lo que ha sucedido, Eva, pero tengo miedo.
-Daniel, todo esto es muy extraño… ¿Tú estás seguro de lo que dices?
-¿Qué insinúas?
-Sólo digo que tal vez te pasaste con el vino… No sería la primera vez…
-Te digo que no bebí tanto. Ponme otra copa, por favor.
A la mañana siguiente Daniel apareció muerto en el sofá de casa de Eva. Se encontró en la autopsia una gran cantidad de compuesto 1080, un pesticida sin olor ni sabor, soluble en agua y que bloquea el metabolismo celular, provocando una muerte rápida y dolorosa. Alguien lo puso en su copa de vino. Eva no había sido, se colgó del techo de su habitación en cuanto lo vio.

20 de Enero de 2010.