23 de mayo de 2012

La carta final

*A los que me leáis a menudo,  ya os estaréis dando cuenta de que los títulos no son lo mío... xD

Queridos lectores:
Escribo esta carta instantes antes de mi muerte para poder ir en paz con mi vida, sintiendo que he dejado ciertas cuentas saldadas.
Pero empecemos por el principio. Soy Mateo Ruíz Palacios y tengo 52 años. Estoy escribiendo esta carta en la casa de mis padres, donde viví de pequeño, y volví tras la muerte de mi padre, en el escritorio donde me pasaba las tardes sentado deseando que mi padre no llegase a casa, o que al menos no llegase borracho de nuevo, con unas pocas cuartillas en blanco, un bolígrafo, una pequeña lámpara de mesa y un vaso de cianuro.
El culpable de todo esto es ése al que llamo “padre”, porque si tuviera que llamarle de otra forma no tendría palabras suficientes para describirlo.
Todo empezó un 15 de Marzo de 1955. Ése fue el día en que mi madre, María Teresa Ruíz Gómez, se topó, por desgracia y por primera vez, con Eustaquio Palacios Martín, quién se convertiría en mi padre 9 meses y 15 días después. Sí, tengo los apellidos cambiados, porque no quiero tener nada que ver con Eustaquio.
Esa mañana, mi madre, una muchacha de tan solo 14 años, iba al río a lavar la ropa, como tantas veces antes había hecho. Pero esta vez no sería como cualquier otra. A medio camino, se cruzó con un hombre 20 años mayor que ella, que la miró de una manera extraña. Ella continuó su camino, pero iba con una sensación extraña, como si alguien la estuviera siguiendo. Y es que, efectivamente, así era. Cuando llegó al río sintió como alguien la agarraba por detrás. Su mente se encargó de borrar lo que sucedió después para ahorrarle sufrimiento.
Al día siguiente, ese hombre se presentó en su casa y le dijo que si no decía a su madre que se iba a casar con él, mataría a ambas.
Mi madre le contó a la suya todo lo que había pasado, y no quedó otro remedio que hacer caso a ése hombre. Así que apenas unas semanas después, se casaron. Para entonces mi madre ya sabía que estaba embarazada, e intentó inútilmente provocar un aborto forzoso para no tener que ver sufrir a su hijo, es decir, a mí.
Todo esto lo leí hace exactamente 10 años, el día que murió mi madre, en un diario suyo que encontré en un cajón. No volvió a escribir nada más, supongo que porque Eustaquio no quiso que sus atrocidades quedaran reflejadas en un papel, pero le salió mal la jugada, porque ahora soy yo quien lo está haciendo, y no creo que resucite de entre los muertos para impedírmelo.
Desde lo que he contado hasta lo que yo recuerdo, pasan unos cuantos años, pero supongo que las cosas no cambiaron mucho desde que mi madre se casó con ése hombre.
Hasta que yo cumplí los 21 años, todos los días de mi vida, y de la de mi madre, fueron iguales. Por las mañanas yo iba al colegio o al instituto, y mi madre tenía algo de tranquilidad ella sola en casa. Dejaba la comida hecha, y después iba a lavar la ropa al baño compartido que había en nuestro portal. Para cuando volvía, mi padre ya había venido a comer y se había vuelto a marchar. Después llegaba yo y comíamos mi madre y yo juntos, pero nunca llegamos a tener una conversación de verdad. Yo por mi madre solo sentía pena, y ella por mí, supongo que algo parecido.
Por la tarde, después de comer, yo me metía a mi habitación y me dedicaba a escribir cuentos, reflexiones, o lo que se me pasara por la cabeza. Escribir ha sido lo único que me ha dado la vida, y tal como viví, quiero morir.
Mientras tanto yo rezaba para que mi padre no volviera, pero mis plegarias nunca eran escuchadas. Yo no creía (ni creo) en Dios, pero rezaba por si acaso.
Mi madre se dedicaba a las tareas de la casa y a hacer la cena para cuando llegase el otro borracho.
Cuando llegaba, lo primero que hacía era cenar, y después venía a mi habitación, y a veces me daba una paliza, otras me masturbaba… según lo que se le ocurriera en el momento. Luego iba a la habitación conyugal y violaba a mi madre (lo sé por los horrendos gritos que escuchaba y no me dejaban dormir) y si ella se resistía demasiado, le pegaba una paliza y a dormir. Nada más levantarse la mañana siguiente, nos pedía perdón a ambos y juraba que no lo volvería a hacer nunca, incluso alguna vez regaló flores a mi madre, pero después se volvía a ir al bar, y los juramentos eran en vano.
Lo que no sé es de dónde sacaba el dinero, pero todos los días llegaba a casa con una bolsita llena de monedas, que nos daban lo justo para vivir y para que Eustaquio fuera al bar.
Cómo ya he dicho, todos los días de mi vida y de las suyas, fueron iguales hasta el 30 de Diciembre de 1976, día en el que cumplí 21 años, la mayoría de edad, y me fui de casa, porque ya no aguantaba más allí.
Dejé una carta de despedida a mi madre, y no volví a saber de ella hasta casi cuarto de siglo después.
Cuando me fui de casa, me cambié de ciudad, y cuando alguien preguntaba por mi pasado me limitaba a contestar que no era demasiado interesante y que, por favor, no me preguntasen más, porque mis padres habían muerto y no me apetecía recordarlo.
Todo este tiempo solo me ha servido para descubrir que soy una persona rara y nacida para estar sola. Estuve con varias mujeres, pero pronto se daban cuenta de que había algo oscuro en mí y me abandonaban en una cama fría y ancha.
Más tarde que pronto, descubrí que no tenía ninguna posibilidad de formar una familia, así que, cuando no estaba trabajando, me encerraba en casa a escribir. Tengo dos novelas que nunca fueron publicadas, porque nunca me atreví a enviar a una editorial, y tantos relatos que ya perdí la cuenta. Ahora este es mi último escrito. Nunca volveré a escribir. Nunca volveré a vivir.
Cuando  tuve noticias de mi madre 22 años después, fue en la sección de noticias nacionales de un periódico local. Una mujer, llamada María Teresa Ruíz Gómez, había sido asesinada por su marido, un hombre 20 años mayor, llamado Eustaquio Palacios Martín. El asesino había conseguido escapar, y no lograban encontrarlo. Pero yo sabía dónde estaba, y fui a por él. Estaba en el río donde violó a mi madre por primera vez. Donde ella se quedó embarazada de mí.
Un golpe fuerte en la nuca antes de que me viera bastó para matarle. Al fin y al cabo, era un hombre mayor y su hora se acercaba. Unos años después, con la entrada del nuevo siglo, se le encontró en el mismo sitio que yo lo dejé, y todo el mundo pensó que se había quitado la vida, o se había tropezado con mala fortuna. Pero con esto confieso que yo también soy un asesino. De mi padre, y mío propio, ya que cuando acabe de escribir estas líneas, beberé el vaso de cianuro que tengo sobre la mesa, y esta historia ya no importará a nadie.

Mateo Ruiz Palacios,
a 15 de Marzo de 2008.

28 de Septiembre de 2008.