Queridos lectores:
Escribo esta carta instantes antes de mi muerte para poder ir en paz con mi vida, sintiendo que he dejado ciertas cuentas saldadas.
Pero empecemos por el principio. Soy
Mateo Ruíz Palacios y tengo 52 años. Estoy escribiendo esta carta en la casa de
mis padres, donde viví de pequeño, y volví tras la muerte de mi padre, en el
escritorio donde me pasaba las tardes sentado deseando que mi padre no llegase
a casa, o que al menos no llegase borracho de nuevo, con unas pocas cuartillas
en blanco, un bolígrafo, una pequeña lámpara de mesa y un vaso de cianuro.
El
culpable de todo esto es ése al que llamo “padre”, porque si tuviera que
llamarle de otra forma no tendría palabras suficientes para describirlo.
Todo
empezó un 15 de Marzo de 1955. Ése fue el día en que mi madre, María Teresa
Ruíz Gómez, se topó, por desgracia y por primera vez, con Eustaquio Palacios
Martín, quién se convertiría en mi padre 9 meses y 15 días después. Sí, tengo los apellidos cambiados, porque no
quiero tener nada que ver con Eustaquio.
Esa mañana, mi madre, una muchacha de
tan solo 14 años, iba al río a lavar la ropa, como tantas veces antes había
hecho. Pero esta vez no sería como cualquier otra. A medio camino, se cruzó con
un hombre 20 años mayor que ella, que la miró de una manera extraña. Ella
continuó su camino, pero iba con una sensación extraña, como si alguien la
estuviera siguiendo. Y es que, efectivamente, así era. Cuando llegó al río
sintió como alguien la agarraba por detrás. Su mente se encargó de borrar lo
que sucedió después para ahorrarle sufrimiento.
Al
día siguiente, ese hombre se presentó en su casa y le dijo que si no decía a su
madre que se iba a casar con él, mataría a ambas.
Mi
madre le contó a la suya todo lo que había pasado, y no quedó otro remedio que
hacer caso a ése hombre. Así que apenas unas semanas después, se casaron. Para
entonces mi madre ya sabía que estaba embarazada, e intentó inútilmente
provocar un aborto forzoso para no tener que ver sufrir a su hijo, es decir, a
mí.
Todo esto lo leí hace exactamente 10
años, el día que murió mi madre, en un diario suyo que encontré en un cajón. No
volvió a escribir nada más, supongo que porque Eustaquio no quiso que sus
atrocidades quedaran reflejadas en un papel, pero le salió mal la jugada,
porque ahora soy yo quien lo está haciendo, y no creo que resucite de entre los
muertos para impedírmelo.
Desde
lo que he contado hasta lo que yo recuerdo, pasan unos cuantos años, pero
supongo que las cosas no cambiaron mucho desde que mi madre se casó con ése
hombre.
Hasta
que yo cumplí los 21 años, todos los días de mi vida, y de la de mi madre,
fueron iguales. Por las mañanas yo iba al colegio o al instituto, y mi madre
tenía algo de tranquilidad ella sola en casa. Dejaba la comida hecha, y después
iba a lavar la ropa al baño compartido que había en nuestro portal. Para cuando
volvía, mi padre ya había venido a comer y se había vuelto a marchar. Después
llegaba yo y comíamos mi madre y yo juntos, pero nunca llegamos a tener una
conversación de verdad. Yo por mi madre solo sentía pena, y ella por mí,
supongo que algo parecido.
Por
la tarde, después de comer, yo me metía a mi habitación y me dedicaba a
escribir cuentos, reflexiones, o lo que se me pasara por la cabeza. Escribir ha
sido lo único que me ha dado la vida, y tal como viví, quiero morir.
Mientras
tanto yo rezaba para que mi padre no volviera, pero mis plegarias nunca eran
escuchadas. Yo no creía (ni creo) en Dios, pero rezaba por si acaso.
Mi
madre se dedicaba a las tareas de la casa y a hacer la cena para cuando llegase
el otro borracho.
Cuando
llegaba, lo primero que hacía era cenar, y después venía a mi habitación, y a
veces me daba una paliza, otras me masturbaba… según lo que se le ocurriera en
el momento. Luego iba a la habitación conyugal y violaba a mi madre (lo sé por
los horrendos gritos que escuchaba y no me dejaban dormir) y si ella se
resistía demasiado, le pegaba una paliza y a dormir. Nada más levantarse la
mañana siguiente, nos pedía perdón a ambos y juraba que no lo volvería a hacer
nunca, incluso alguna vez regaló flores a mi madre, pero después se volvía a ir
al bar, y los juramentos eran en vano.
Lo
que no sé es de dónde sacaba el dinero, pero todos los días llegaba a casa con
una bolsita llena de monedas, que nos daban lo justo para vivir y para que
Eustaquio fuera al bar.
Cómo
ya he dicho, todos los días de mi vida y de las suyas, fueron iguales hasta el
30 de Diciembre de 1976, día en el que cumplí 21 años, la mayoría de edad, y me
fui de casa, porque ya no aguantaba más allí.
Dejé
una carta de despedida a mi madre, y no volví a saber de ella hasta casi cuarto
de siglo después.
Cuando
me fui de casa, me cambié de ciudad, y cuando alguien preguntaba por mi pasado
me limitaba a contestar que no era demasiado interesante y que, por favor, no
me preguntasen más, porque mis padres habían muerto y no me apetecía
recordarlo.
Todo
este tiempo solo me ha servido para descubrir que soy una persona rara y nacida
para estar sola. Estuve con varias mujeres, pero pronto se daban cuenta de que
había algo oscuro en mí y me abandonaban en una cama fría y ancha.
Más
tarde que pronto, descubrí que no tenía ninguna posibilidad de formar una
familia, así que, cuando no estaba trabajando, me encerraba en casa a escribir.
Tengo dos novelas que nunca fueron publicadas, porque nunca me atreví a enviar
a una editorial, y tantos relatos que ya perdí la cuenta. Ahora este es mi
último escrito. Nunca volveré a escribir. Nunca volveré a vivir.
Cuando tuve noticias de mi madre 22 años después, fue en la sección de
noticias nacionales de un periódico local. Una mujer, llamada María Teresa Ruíz
Gómez, había sido asesinada por su marido, un hombre 20 años mayor, llamado
Eustaquio Palacios Martín. El asesino había conseguido escapar, y no lograban
encontrarlo. Pero yo sabía dónde estaba, y fui a por él. Estaba en el río donde
violó a mi madre por primera vez. Donde ella se quedó embarazada de mí.
Un
golpe fuerte en la nuca antes de que me viera bastó para matarle. Al fin y al
cabo, era un hombre mayor y su hora se acercaba. Unos años después, con la
entrada del nuevo siglo, se le encontró en el mismo sitio que yo lo dejé, y
todo el mundo pensó que se había quitado la vida, o se había tropezado con mala
fortuna. Pero con esto confieso que yo también soy un asesino. De mi padre, y
mío propio, ya que cuando acabe de escribir estas líneas, beberé el vaso de
cianuro que tengo sobre la mesa, y esta historia ya no importará a nadie.
Mateo Ruiz Palacios,
a 15 de Marzo de 2008.
28 de Septiembre de 2008.
Me gusta la inventiva que tienes, cómo narras, cómo te expresas, cómo desarrollas tus relatos…
ResponderEliminarUna carta final fascinante a la par que dramática. Pese a ser uno de los primeros relatos que escribiste, está a un gran nivel en todos los aspectos.
Precisamente por ser de los primeros relatos que escribí, como historia es mejor que muchas de las posteriores. A base de escribir, vas aprendiendo a hacerlo mejor, aprendes algo de técnica... pero también a veces te quedas sin ideas. Ya no me salen historias como las de antes, aunque sea triste.
ResponderEliminarNo hay un antes y un después, Noelia, hay una progresión, y la tuya es impresionante. Es cierto que a lo largo de estos años has aprendido algunas cosas que te han hecho mejorar, pero partías de una base sólida, y tus primeros textos ya presentan esa solidez, coherencia y correcta estructuración. No soy ningún experto, pero creo que a vista de cualquiera está.
ResponderEliminarPara que las historias vengan a tu mente, tiene que estar ésta despejada, y en estos momentos tienes otras cosas en la cabeza –más importantes- que te impiden idear relatos como en antaño hacías, pero podrás volver a ponerte con ello antes o después. (Además sé que hay por ahí un relato que está aún carente de final, pero que por lo que he visto es bastante bueno) :P
Esta historia me ha parecido muy real, hasta el punto que la primera vez que la leí pensé que la habías sacado de un periódico.
ResponderEliminarLuis Martín Sacristán